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El dios mexica de rostro negrillo

Secretaría de Salud 

Para este número dedicado al 70 Aniversario del Hospital Infantil de México Federico Gómez, nos dimos a la tarea de profundizar en el significado y origen de nuestro escudo institucional, por ende nos acercamos al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Y fue así como el arqueólogo Ricardo Rivera García, especialista responsable del archivo arqueológico del Museo del Templo Mayor nos ofreció un análisis confiable y profundo sobre la procedencia de Ixtlilton, su presencia dentro del contexto mexica y, principalmente, su relación con el cuidado o sanación de los niños del México
prehispánico.


Para sumergirnos en el mundo de los antiguos habitantes de Tenochtitlán nos trasladamos al majestuoso Museo del Templo Mayor, diseñado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, fue ahí donde nos recibió Coyolxauhqui, con sus imponentes 3.25 metros de diámetro y ocho toneladas de peso en piedra volcánica. Instalados en el primer piso, quedamos rodeados de objetos que formaron parte de los rituales de los mexicas e iniciamos la entrevista con Ricardo Rivera, quien–pausadamente- nos explicó que Tlaltetecuin o Ixtlilton (ixtli, cara o rostro, tlilli, negro, tontli, que refiere al diminutivo, “el del rostro negrillo”) quedó registrado en los códices de tradición mixteca provenientes de Puebla, Oaxaca y otras regiones de Mesoamérica. Punto que para el especialista complica definir el lugar exacto de procedencia de esta deidad.


Envueltos en la música de fondo, llegamos al punto de conocer la relación de Ixtlilton con el mundo de los muertos, con las deidades del inframundo; tal vez -nos dice el arqueólogo del INAH-por que fue hijo de Mictlaltecuhtli o Mictlanzihúatl (señores del inframundo), según lo relatado en las fuentes del siglo XVI. Pero también, nuestro Dios estaría asociado a la música, a los festivales, a los juegos, al canto, a la danza, a la medicina y a los tlacuilos (escribanos de los códices). Pero una alianza aún más estrecha se entrelazaba con los Centzontotochtin (innumerables dioses del pulque), así lo describe el Códice Borgia y los libros de Fray Bernardino de Sahagún, agrupados en el Códice Florentino, donde nos muestran reflejos de las complejas propiedades y ambiguas del llamado “Dios azteca de los niños”.


Bajo la mirada inquisitiva de Huitzilopochtli, “el colibrí zurdo”, elegantemente erguido en el otro lado de la sala del Museo, nuestro entrevistado nos aclaró que la relación de Ixtlilton con las áreas antes mencionadas, quedaba reflejada en un rito particular: le llevaban hasta su tabernáculo (conocido como Tlacuilohcan, ubicado en el recinto ceremonial de Tenochtitlán) a los enfermos - principalmente niños-. Ahí, para sanarlos, se les daba de beber un agua negra llamada tlílatl (“tilli” color negro y “atl” agua), que era concentrada en lebrillos o tinajas tapadas con tablas o comales.


La ingesta de este líquido -del cual se desconocen sus componentes- iba acompañada de danzas y de música, los cuales se ofrecían a la deidad para implorar por la salud del paciente y que le retirara el mal. Los pobladores prehispánicos comulgaban con la idea de que ante el cumplimiento de una serie de rituales, pago de dones y ofrendas, entre ellos el sacrificio humano, podrían congraciarse ante sus deidades para que la afección fuera alejada.


Rivera García nos señaló que las enfermedades del México prehispánico, las calamidades del cuerpo y del espíritu no eran resultado de algún parásito o virus, sino de unos dioses caprichosos, que castigaban o requería la vida de los aquejados. Hoy se sabe que los más afectados en aquellos tiempos eran los niños por problemas gastrointestinales o de disentería debido a la severa contaminación del agua que corría por Tenochtitlán.


Con cada minuto transcurrido, la información sobre Ixtlilton fluía de manera reveladora como aquella característica -compartida con la mayoría de las deidades- de poseer dobles “ixitla”: sacerdotes, prisioneros o personas encargadas de “representar”, de “personificar” a ese ser supremo dentro de los rituales de sanación y que, muy probablemente, serían sacrificados para buscar la reencarnación del propio Dios. Entonces, el individuo era arreglado con los atributos del carinegrillo; durante todo un año se veneraba como deidad viviente, que celebraría su propio ritual, pero en el momento preciso, moriría para buscar la renovación de dicho ser.


Inmersos en un recinto inaugurado el 12 de octubre de 1987, Ricardo Rivera nos describió que a todas las deidades del México prehispánico se le organizaban festejos por algunos días, pero las celebraciones de Ixtlilton duraban semanas. No faltaba el voluntario que deseaba ofrecer la fiesta, quien llevaría a los sacerdotes de Ixtlilton hasta su casa en una procesión encabezada por la imagen viviente, vestido con los atavíos del dios. Al llegar al recinto, lo primero que se hacía era ofrecer comida y bebidas a los asistentes para después dar paso a las danzas y cantos tanto en honor al dios como al individuo que ofrecía la recepción. Al ritmo del tambor y del teponaztli, Ixtlilton encabezaba el baile, seguido de los presentes que se juntaban en un gran círculo de dos en dos, o de tres en tres, quienes en sus manos llevaban flores y plumajes. Al término de las danzas, el pulque estaba listo para ser bebido, a la par el señor de la casa ofrecía al “ixitla” –en forma de pago- cuatro tinajas de agua negra. Si al abrirlas descubría una pajuela, un cabello o un pedazo de carbón, se decía que el organizador de la fiesta era un hombre de mala vida, ladrón, persona dada al vicio carnal o, peor aún, un sembrador de discordias o de cizañas. Esta sensibilidad vinculaba a Ixtlilton a otra clase divina, al nivel de los dioses de la sexualidad y a Tecaxtlipoca, “sembrador de la discordia entre los hombres”.


Rodeados de monolitos encontrados en las diferentes etapas de excavaciones del Templo Mayor, el arqueólogo nos describe que Ixtlilton aparece representado con elementos que lo dotan de cierta importancia, como el par de sandalias -particulares en las deidades y nobles-, un collar del que pende un “espejo”. Lleva además orejeras, una capa o túnica y el cabello largo, crespo, sucio, atributo peculiar de las deidades ligadas a la muerte. Y en el inframundo, Ixtlilton trasladaría las almas al Mictlán.


Ello vislumbra la dualidad de vida y de muerte en el que se movía este personaje y su omnipresencia en diferentes ámbitos de la religión Mesoamericana, entonces el planteamiento de ser una deidad exclusiva para la cura de una enfermedad o de la protección a los niños, resulta inadecuado, limitado, al punto de reducir su omnipotencia.


La razón es que los dioses de ese México antiguo poseían la índole de fusionarse y fisionarse. Fusionarse para dar origen a una nueva o separarse para crear distintas advocaciones de la misma. Por ello, nos dice nuestro experto, existen varias divinidades relacionadas con la medicina, con la cura de enfermedades, con el cuidado del infante, con las artes, etc.


Después de esta plática con Ricardo Rivera García, responsable del archivo arqueológico del Museo del Templo Mayor, conocimos más detalles de la misión de Ixtlilton dentro de la cosmovisión mexica, pese a que disciplinas como la Antropología y Arqueología han estudiado muy poco a este ser mitológico. Al final, pudimos reflexionar que nuestro entrañable carinegrillo, dentro de la cultura y emblema institucional del HIMFG, es más una mágica conciliación que una exclusividad en la terapéutica infantil..

 

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